También fue autor de una gran cantidad de relatos infantiles (fue editor durante años del Saint Nicholas Magazine, una publicación para niños). Sus primeros escritos fueron, precisamente, narraciones infantiles como Ting-a-Ling (1870) o The Floating Prince and others fairy Tales (1881).
Sin embargo, su gran popularidad llegó tras la publicación de este cuento que fue objeto de numerosas críticas y polémicas con respecto a su significado.
Fue un autor prolífico y muy irregular. Junto a algunos textos que despertaron la admiración de autores como Mark Twain, Stevenson o Gertrude Stein, escribió muchos otros algo deformes, confusos a veces. Careció de un estilo depurado pero creó un universo muy particular de hechos y personajes fantásticos.
Este cuento, considerado ya un clásico de la literatura estadounidense, se publicó originalmente en el número de noviembre de 1882 de The Century (el original aquí).
Hace muchísimo tiempo vivía un rey semibárbaro, cuyas ideas —aunque bastante suavizadas gracias a la cercanía de los latinos, sus vecinos más próximos— eran fantásticas y muy poco convencionales, como correspondía a la mitad bárbara de su sangre. Era un hombre de imaginación exuberante y, además, de tan irresistible autoridad, que todas sus fantasías se convertían en realidades. Sólo se escuchaba a sí mismo y los únicos consejos que oía eran los propios. Así, cuando él y su voluntad estaban de acuerdo sobre alguna cosa, esta cosa estaba hecha. Y si todos los satélites de su sistema político y doméstico se movían dócilmente dentro de un curso establecido, su carácter se manifestaba amable y cordial; pero, curiosamente, si se producía el menor contratiempo o algo no funcionaba exactamente como él quería, el rey se mostraba aún más amable y más cordial. Y esto porque nada lo complacía más que enderezar lo torcido, y hacer desaparecer todo lo que le molestaba.
El anfiteatro público era una de las instituciones que correspondía a su mitad más civilizada; allí, la mente de sus súbditos se refinaba y se ilustraba mediante ejemplos de valor humano y animal.
Pero incluso en aquel lugar aparecía
su fantasía bárbara y exuberante. El rey no había construido su
anfiteatro pensando en que el público tuviera una oportunidad de
escuchar rapsodias de los gladiadores moribundos; tampoco para que
contemplara el inevitable final de un conflicto entre las opiniones
religiosas y las fauces hambrientas, sino con un fin mucho más adecuado
al aumento y al desarrollo de las energías mentales de su pueblo. El
amplio circo, con sus galerías circulares, sus misteriosas bóvedas y sus
pasajes secretos, era un agente de la poética justicia, donde se
castigaba el crimen o se recompensaba la virtud, por la simple decisión
de un imparcial e incorruptible azar.
Cuando un súbdito era acusado de
cometer un crimen, cuya importancia interesaba al rey, se anunciaba
públicamente que, en determinado día, el destino del acusado quedaría
sellado en el circo real. Este edificio merecía muy particularmente su
nombre; porque, aunque su forma y su plano provenían del extranjero, su
función era muy característica de la mentalidad de este hombre, quien,
como un verdadero rey, no conocía más tradiciones que las que su propia
fantasía le ordenaba respetar, e introducía su poderoso idealismo
bárbaro en cualquier manifestación del pensamiento y de la actitud
humana.
Una vez que todo el pueblo, acudiendo
al llamado, se reunía en las galerías, y que el rey, rodeado de su
corte, se sentaba en su elevado sitial a un costado de la arena, aquél
hacía una señal. Entonces, a sus pies se abría una puerta y el acusado
hacía su entrada en el anfiteatro. Frente a él, al otro lado del
recinto, había dos puertas contiguas y exactamente iguales. El deber y
el privilegio de la persona juzgada consistían en acercarse a una de
estas puertas y abrir una de ellas.
Podía abrir la que quisiera, sin más guía o influencia que el ya mencionado azar, imparcial e incorruptible…
Pero al abrir una de aquellas puertas
idénticas salía un tigre hambriento, el más cruel y feroz que se
pudiera conseguir. La fiera saltaba inmediatamente sobre el acusado y lo
desgarraba en muchos pedazos, como castigo de su culpa.
De este modo, la causa criminal había quedado decidida y en ese preciso instante sonaban unas dolientes campanas de hierro, los plañideros contratados iniciaban sus tristes lamentos y todos los presentes, con las cabezas inclinadas y los corazones apesadumbrados, retomaban lentamente el camino de su hogar, condoliéndose de que una persona joven y bien parecida, o tan anciana y respetable, hubiera merecido esa horrible suerte.
Ahora, si el acusado abría la otra
puerta, de ella salía una gentil dama, elegida entre todos los súbditos
femeninos del rey como la más adecuada a la edad y al estado del
acusado. En recompensa a su inocencia, el criminal era desposado con
ella al instante. No importaba que ya poseyera una mujer y una familia, o
que sus afectos estuvieran dirigidos a otra persona; el rey no permitía
que circunstancias tan secundarias interfirieran en su gran plan de
retribución y recompensa. Como en el otro caso, el cumplimiento era
inmediato, y en la misma arena. Debajo del rey se abría otra puerta, y
un ministro, seguido de un séquito de coristas y de doncellas que
tocaban alegres melodías en cuernos dorados, mientras bailaban una danza
nupcial, avanzaban hasta el lugar donde esperaba la pareja, uno junto
al otro, y la ceremonia se cumplía con rapidez y alegría. Entonces, unas
festivas campanas, esta vez de bronce, entonaban su jovial repiqueteo;
el pueblo gritaba y aclamaba, y el inocente, precedido por niños que
arrojaban flores sobre su camino, conducía a la desposada hasta su nuevo
hogar.
Este método semibárbaro seguía el rey
para administrar justicia. Su perfecta ecuanimidad era obvia. El
criminal no podía saber en cuál de las puertas lo esperaba la dama:
abría la que él quería, sin imaginarse siquiera si en el próximo
instante sería devorado o desposado. En algunos casos el tigre salía por
la puerta de la derecha, y en otros por la de la izquierda. No sólo
eran ecuánimes las decisiones del tribunal, sino que además eran muy
precisas: si el acusado era culpable, su castigo era inmediato; si era
inocente, se lo recompensaba en el acto, quisiera o no quisiera.
Esta institución llegó a ser muy
popular. Cuando el pueblo acudía al anfiteatro, en uno de esos grandes
días de juicio público, no sabía qué iba a presenciar: una sangrienta
matanza o un alegre casamiento. Esta especie de inseguridad daba a la
reunión un interés que de otro modo no habría tenido. La muchedumbre se
entretenía y se divertía, y el sector intelectual de la comunidad no
podía objetar la parcialidad del fallo, puesto que toda la
responsabilidad de la decisión descansaba en las propias manos del
acusado.
Este rey semibárbaro tenía una
hermosa hija tan floreciente como sus más desbordantes fantasías, y cuyo
espíritu era tan apasionado e imperioso como el suyo. Como es costumbre
en estos casos, el rey la amaba más que a la niña de sus ojos, y más
que a toda la humanidad. Ahora bien, entre sus cortesanos había un joven
que poseía esa pureza de sangre y esa pobreza de estado comunes a todos
los héroes convencionales de las historias románticas que se enamoran
de las princesas reales.
La princesa estaba muy contenta con
su enamorado porque era bien parecido y valiente hasta un grado
inigualable en todo el reino; ella lo amaba con una pasión alentada por
todo el barbarismo que se precisa para que una pasión sea excesivamente
ardiente y fuerte. Este romance siguió tranquilamente su curso durante
muchos meses, hasta que un día el rey fue informado de su existencia.
El monarca no vaciló ni un instante:
tenía un deber ineludible. El joven fue inmediatamente arrojado a una
prisión, y se fijó el día del juicio en la arena pública. Esta, por
supuesto, era una ocasión especialmente importante; y su majestad, así
como todo el pueblo, se interesó sobremanera en los preparativos y en el
desarrollo del juicio. Nunca había sucedido un caso semejante; nunca un
súbdito se había atrevido a amar a la hija de un rey. Después, este
tipo de cosas se vulgarizó bastante pero en aquella época eran nuevas y
extraordinariamente asombrosas.
Se revisaron todas las jaulas de los
tigres del reino, para elegir entre las bestias más salvajes y crueles
al más feroz de los monstruos; los jueces más competentes examinaron las
huestes de doncellas jóvenes y hermosas de todo el país para
proporcionar al joven una novia apropiada, en caso de que el azar no le
otorgara un destino diferente. Por supuesto, todo el mundo sabía que la
acusación era cierta. Él había amado a la princesa y ni él, ni ella, ni
nadie, pensaba en desmentir el hecho; pero el rey jamás permitiría que
una circunstancia semejante interfiriera en la acción de un tribunal que
tanto deleite y satisfacción le proporcionaba. Terminara como terminara
el asunto, el joven se alejaría de su amada y desaparecería de la
escena; entonces el rey tranquilamente podría dedicarse a contemplar la
marcha de los acontecimientos que determinarían si el joven había
procedido mal o bien al entregarse a su amor por la princesa.
Llegó el día fijado. El pueblo acudió
desde lejos y desde cerca hasta colmar las grandes galerías del circo;
enormes muchedumbres, imposibilitadas de entrar, se agolparon junto a
las paredes exteriores. El rey y la corte se instalaron en sus lugares
respectivos, frente a las puertas gemelas, esos fatales portones tan
terribles en su similitud.
Todo estaba listo. Se dio la señal.
Una puerta se abrió debajo de la asamblea real, y el amado de la
princesa entró a la arena. Alto, hermoso, rubio, su aparición fue
recibida con un murmullo de admiración y de ansiedad. La mitad del
auditorio ignoraba que un joven tan apuesto hubiera vivido en su seno.
¡No era extraño que la princesa lo amara! ¡Qué terrible situación la
suya!
Mientras el joven avanzaba por la
arena, se dio vuelta, como era la costumbre, para saludar al rey; pero
él no pensaba en el real personaje: sus ojos se fijaron en la princesa,
sentada a la derecha de su padre. Sin esa mitad bárbara de su
naturaleza, es posible que la doncella no hubiera acudido al circo; pero
su espíritu ferviente y apasionado no le permitía alejarse de una
ocasión que tan terriblemente le interesaba. Desde el instante del
decreto que decidía el juicio de su enamorado en el circo real no había
pensado, ni de noche ni de día, sino en este gran acontecimiento y las
diversas circunstancias que lo rodeaban. Como poseía más poder, más
influencia y más fuerza de carácter que cualquier otra persona que se
hubiera interesado en un caso semejante, consiguió lo que nadie había
logrado antes: poseer el secreto de las puertas. Sabía en cuál de los
dos recintos estaba la jaula abierta del tigre y en cuál esperaba la
dama. Era imposible que a través de esas gruesas puertas, interiormente
tapizadas con pesadas pieles, llegara ningún ruido o aviso premonitor
hasta la persona que debía acercarse para alzar el cerrojo de una de
ellas; pero el oro y el poder de una voluntad femenina habían permitido a
la princesa conocer el terrible secreto.
Y no sólo sabía en cuál recinto
estaba la dama lista para aparecer radiante y ruborizada en cuanto
abrieran su puerta, sino que también sabía quién era ella. Era una de
las más hermosas y encantadoras doncellas de la corte, elegida para
recompensar al joven acusado si llegaba a demostrar que era inocente del
crimen de pretender a una persona de tan elevada situación; y la
princesa la odiaba. Muchas veces le había parecido que los ojos de ella
se detenían en el rostro de su amado y que esas miradas eran advertidas y
correspondidas. De vez en cuando los había visto conversando juntos;
sólo durante uno o dos minutos, pero mucho puede decirse aun en tan
breve lapso. Quizás hablaran sobre temas sin ninguna importancia, mas,
¿cómo saberlo? La muchacha era encantadora, pero se había atrevido a
levantar sus ojos hasta el elegido de la princesa; y, con toda la
intensidad de su sangre salvaje, ella odiaba a esa mujer que temblaba
ruborosa detrás de esa silenciosa puerta.
Cuando el joven se dio vuelta y sus
ojos se encontraron con los ojos de la princesa, allí sentada, más
pálida y más blanca que ninguna, entre el océano de caras ansiosas que
la rodeaba, él vio, gracias a ese poder de comprensión inmediata
otorgado a quienes han unido sus almas en una sola, que ella sabía
detrás de cuál puerta se agazapaba el tigre y detrás de cuál estaba la
dama. Él lo había previsto. Conocía su carácter, y estaba seguro de que
ella no descansaría hasta descubrir ese secreto, ignorado por todos los
otros concurrentes, incluso por el rey. La única esperanza cierta del
acusado era la posibilidad de que la princesa descubriera el misterio; y
en el instante de mirarla comprendió que ella lo había descubierto,
como su espíritu en el fondo suponía.
Entonces, con una mirada rápida y ansiosa, preguntó:“¿Cuál?”
Ella lo comprendió tan claramente
como si se lo hubiera gritado. No había que perder un instante. La
pregunta había sido hecha en un relámpago: había que contestarla en
otro.
Su brazo derecho reposaba sobre el
parapeto tapizado. Levantó la mano e hizo un leve y rápido movimiento
hacia la derecha. Sólo su amado lo vio. Todos los ojos, excepto los
suyos, estaban fijos sobre el hombre de la arena.
Él se dio vuelta, y con paso firme y
rápido cruzó el espacio vacío. Todos los corazones cesaron de latir,
todas las respiraciones se contuvieron, todos los ojos se inmovilizaron y
se clavaron en el hombre. Sin la menor vacilación, él se acercó a la
puerta de la derecha y la abrió.
¿Salió el tigre por esa puerta, o salió la doncella? Este es el nudo de la historia.
Mientras más lo pensamos, más difícil
nos parece la respuesta. Tiene implícito un estudio del corazón humano
que nos llevaría a través de complicados laberintos pasionales, de donde
es muy difícil salir. Piénsenlo bien, queridos lectores, no como si la
decisión dependiera de ustedes mismos, sino de esa apasionada y
semibárbara princesa, con su alma debatiéndose entre los dos ruegos
combinados de la desesperación y de los celos. Ella ya lo había perdido:
¿quién lo poseería ahora?
¡Cuántas veces, en sus horas de
vigilia, un salvaje horror la había consumido! ¡Y cuántas veces se había
cubierto el rostro con las manos, al imaginar que su amado abría la
puerta donde las crueles garras del tigre lo esperaban!
Pero ¡cuántas veces más, en esas
mismas horas de vigilia, había soñado, casi vivido, que su amado se
encontraba en la otra puerta! Y en esos dolientes ensueños, ¡cómo había
apretado los dientes, y se había tirado el cabello, al vislumbrar su
gesto de deleite al abrir la puerta y encontrarse con la bella muchacha!
¡En qué agonía se había encendido su alma, cuando lo veía precipitarse
hacia esa mujer, con las mejillas ardientes y los ojos brillantes de
triunfo; cuando lo veía conducirla del brazo, con todo el cuerpo
enardecido por la alegría de la multitud, y el loco repiqueteo de las
campanas felices; cuando veía al ministro acercarse con su séquito
jovial hasta la pareja y convertirlos en marido y mujer ante sus propios
ojos; y cuando los veía alejarse, juntos, sobre un camino de flores,
perseguidos por los alaridos tremendos de la alegre multitud, donde su
solitario grito de desesperación se perdía y naufragaba!
¿No sería mejor que él muriera al instante, y fuera a esperarla en las bienaventuradas regiones de una semibárbara eternidad?
¡Y, sin embargo, ese horrendo tigre, esos gritos, esa sangre!
Su decisión había sido tomada en un
instante, pero sólo después de noches y días de angustiosa meditación.
Ella sabía que él preguntaría, había decidido su respuesta y, sin la
menor vacilación, había movido su mano hacia la derecha.
Este asunto de su decisión no puede
ser encarado con ninguna ligereza, y no tengo la pretensión de
considerarme capaz de resolverlo. Y por lo tanto, lo dejo en las manos
de los lectores: ¿Quién salió por la puerta abierta? ¿La dama o el
tigre?
Ella es Christel Stokke una veterinaria que trabaja como voluntaria en la protección de grandes felinos en Sudáfrica y que nos demuestra como se puede caminar, jugar ó incluso bañarse con leones y tigres.
@
http://archive.org/details/ladyortigerandot00stocrich
http://arescronida.wordpress.com/cuentos/
http://christelstokke.blogspot.com.ar/search/label/Tiger
http://comtugourmets.blogspot.com.ar/2012/07/caminando-entre-felinos.html
http://yovivoenella.blogspot.com.ar/2012/06/frank-r-stockton-la-muchacha-o-el-tigre.html
https://www.youtube.com/user/ChristelLindS/videos
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